Reflexiones en torno al conocimiento corporal.
Hay gestos que informan, que delatan un conocimiento corporal. De alguna manera se nota que los cuerpos también han participado en el conocimiento, en la historia de la relación.
Hay relaciones muy íntimas con un poso de complicidad dejado por crecientes universos referenciales compartidos, por guiños que establecen un idiolecto propio y exclusivo, y que sin embargo sólo alteran levemente las fronteras corporales. El espacio se reduce, pero no se evidencia la soltura para entrar y salir en el espacio del otro.
Sin embargo cuando esto último ocurre trasluce un espacio conocido, ya explorado, un paisaje entregado. Fruto probable de la participación de los cuerpos en esa historia, una historia paralela, pero independiente.
Así como el conocimiento histórico-lingüístico puede con el tiempo de no interacción quedarse muerto, anclado, estancado y hacer que en el reencuentro no nos reconozcamos en la experiencia que el otro proyecta de nosotros; el conocimiento carnal se mantiene vivo en los cuerpos, quizá porque nunca fue circunstancial, porque es del cuerpo, sin tema, tiempo ni contexto y sigue en los cuerpos que se conocieron sin que exista marcha atrás.
El cuerpo conocido ya nunca podrá ser desconocido, porque el cuerpo, pese a sus aparentes cambios, es el depositario de la estabilidad del yo. Soy porque tengo un cuerpo, voy siendo múltiple o multiplicable, como quiere Deleuze, pero siempre en un único cuerpo.
Los cuerpos que se conocieron, se conocen, no crearon un idiolecto sujeto a referentes, sino que establecieron la posibilidad de un lenguaje incaducable, una posibilidad que se mantiene siempe activa y que se filtra en los gestos, salvo que haya una decisión consciente de ruptura, un guardián de pensamiento que los aborte. Y entonces los cuerpos se quedan rígidos, imposibles, atados, sumándose a la pura fuerza, por encarcelamiento, a la distancia decidida.
Los cuerpos que se conocieron, se conocen y lo demuestran, manifiestan su historia, su ausencia de fronteras, la atemporalidad y acircunstancialidad de su conocimiento. Y hay algo de dominio, de territorio, de paisaje “marcado” o de exhibición, y una suerte de exclusión hacia los que no han participado de ello.
Y aparecen gestos que pierden su inocencia al sumergirse en la apelación. Gestos que aspiran a significar las circunstancias pasadas que los posibilitan. Gestos que nunca son inocentes porque buscan ser interpretados con una única lectura: mi cuerpo conoce a ese cuerpo.
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